La “falta de dólares” que reaparece sin falta en la discusión económica argentina ya obligó al gobierno de Milei a buscar ayuda varias veces. Pidieron rescates del Fondo Monetario Internacional y del Tesoro de los Estados Unidos, ratificaron el tradicional incentivo a la evasión en Argentina mediante el blanqueo y sacrificaron en torno a US$ 1.500 millones en retenciones, todo para volcar divisas al Banco Central. Pero hay una paradoja: como país, la Argentina ya tiene muchos dólares; de hecho, tiene más dólares que deuda.
Si el país fuera una persona, tendría una deuda de US$ 9.200 y, al mismo tiempo, US$ 10 mil en billetes verdes bajo el colchón. En términos netos, es acreedor y no deudor del resto del mundo. El problema es que el país no es un solo actor económico, sino muchos: los argentinos guardan los dólares mientras el Estado argentino acumula las deudas.
Por eso, la “restricción externa” que enfrenta Argentina no es la que suele invocarse. Tradicionalmente, el término se refiere a que cuando la economía crece, las importaciones aumentan más rápido que las exportaciones –por mayor consumo, insumos productivos o bienes de capital–, generando un déficit de cuenta corriente: el gasto de dólares supera el ingreso y, tarde o temprano, se acaban los dólares, desatando una crisis.
Pero las cuentas externas muestran que desde 2004 el país siempre tuvo más dólares que deuda. Nunca chocó con el límite de la restricción externa tradicional. Y aun así hubo crisis: con Cristina, con Macri, con Alberto, y ahora Milei apenas logró esquivarlas varias veces.
Estas crisis ocurrieron porque se le acabaron los dólares al Estado, no al país. Ningún análisis de la restricción externa que ignore esta distinción sirve para entender el caso argentino. Y se le acabaron los dólares al Estado no tanto por las importaciones sino porque los argentinos los demandan para ahorrar, drenando las reservas del Banco Central. Lo que se explica sobre todo por la combinación de un tipo de cambio fijo con tasas de interés en pesos crónicamente negativas en términos reales –y frente al dólar–, que hicieron que el ahorro en pesos perdiera valor año tras año.
La implicancia es clave. Si el problema fuera que el gasto en dólares supera el ingreso, bastaría con encontrar la forma de exportar más o importar menos. Un superávit de cuenta corriente acumularía reservas en el Banco Central, el Estado pagaría sus deudas y asunto resuelto.
Pero como esa no es la restricción relevante, el problema es mayor: la demanda excesiva de dólares proviene del objetivo de mantener el stock de los ahorros en esa moneda, que es mucho mayor que el flujo de importaciones. Si bien aumentar las exportaciones es fundamental para el crecimiento de largo plazo, sin incentivos para ahorrar en pesos no alcanza para evitar las crisis cambiarias. Cualquier cantidad de dólares que traigan el petróleo o el litio saldrá del Banco Central hacia el atesoramiento privado. Lo mismo ocurrirá con cualquier préstamo, sea del FMI o del Tesoro estadounidense.
Y como vimos una y otra vez, el cepo no alcanza para controlar esta dinámica. Es más: genera una brecha cambiaria que termina beneficiando al sector financiero, que siempre encuentra el rulo.
La salida es que el peso vuelva a ser una moneda de ahorro. Esto requiere tres condiciones. Primero, un tipo de cambio flotante o competitivo, tal que no genere expectativas de una devaluación sustancial. Segundo, una tasa de interés real equilibrada –ni negativa ni desbordada y volátil como la de Milei–, que preserve el valor del peso frente al dólar y haga rentable el ahorro en moneda local. Y tercero, la confianza en que el Estado cumplirá, íntegra y puntualmente, sus compromisos en pesos.
Lo que necesita el país no son más dólares: necesita un Estado que inspire confianza en su propia gestión y garantice una moneda verdaderamente soberana.
Fuente/Copyright: Paul Segal
