Este año el Premio Nobel de Economía fue otorgado a Joel Mokyr, por “haber identificado los prerrequisitos para un crecimiento sostenido mediante el progreso tecnológico”, y a Philippe Aghion y Peter Howitt, por su teoría del crecimiento sostenido a través de la “destrucción creativa”.
Ese reconocimiento envía un mensaje claro y, sobre todo, actual: en las sociedades modernas, el crecimiento no brota espontáneamente del capital o del trabajo, sino del proceso continuo de innovación y de reemplazo de viejas tecnologías por otras nuevas. Aghion y Howitt modelaron cómo las empresas más innovadoras desplazan a las menos eficientes, generando crecimiento, pero también fricciones laborales y distributivas. Mokyr, por su parte, enfatizó que para que ese proceso funcione se necesitan instituciones abiertas al cambio, una cultura favorable a la experimentación y una interacción fluida entre ciencia y tecnología. Sin este requisito institucional, la innovación se frena y el crecimiento se diluye. Desde esta perspectiva, el Nobel de 2025 está alineado con el de 2024, que fue otorgado a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson precisamente por sus contribuciones sobre el rol de las instituciones para el crecimiento y el desarrollo.
Argentina encarna con claridad el reverso de esa lógica. El problema de nuestro país no es la falta de talento o capacidad emprendedora. Décadas de inestabilidad macroeconómica, regulaciones erráticas y un Estado que muchas veces ahoga en vez de incentivar han erosionado la innovación. En lugar de competencia dinámica, predomina la supervivencia defensiva.
El mensaje del Nobel 2025 es contundente: no hay crecimiento sin renovación tecnológica, y la productividad no se impulsa por decreto. Requiere un ecosistema que combine conocimiento, financiamiento y reglas de juego previsibles. ¿Qué implica esto en términos de políticas públicas? Tres necesidades muy puntuales:
- Crear un entorno institucional que recompense la innovación. La estabilidad macroeconómica y la competencia genuina son prerrequisitos. Sin horizonte previsible, el empresario racional posterga inversiones, y sin competencia, la productividad no mejora.
- Articular ciencia, tecnología y empresa. Argentina invierte un 0,5 % del PIB en I+D, pero con baja coordinación y resultados limitados. Se necesita transformar esa inversión en proyectos concretos: vincular universidades y startups con sectores productivos clave, desde la agroindustria hasta la energía.
- Acompañar la transición productiva. Innovar implica reemplazar prácticas, empleos y empresas. Sin políticas de reconversión laboral, formación continua y movilidad social, la resistencia al cambio bloquea la transformación.
Hoy, el desafío no es descubrir qué hacer, sino atreverse a hacerlo. Sectores como el software, la biotecnología o la energía muestran que Argentina puede competir cuando combina conocimiento con ambición. Pero para escalar ese potencial hace falta un Estado que fomente y no sólo administre; un empresariado que apueste, no que se refugie; y un sistema educativo que forme para el cambio, no para la estabilidad.
El crecimiento argentino ha sido históricamente cíclico y de baja productividad. La verdadera ruptura no vendrá solamente de un plan de estabilización, sino de un cambio cultural y organizacional: pasar de proteger lo existente a promover lo emergente. La prosperidad surge cuando las sociedades aprenden a reemplazar lo viejo por lo nuevo sin miedo a perder el equilibrio.
Las investigaciones de Aghion, Howitt y Mokyr adquieren una relevancia renovada en tiempos de inteligencia artificial (IA) y cambio estructural acelerado. Sus teorías ayudan a entender los desafíos que enfrentan las economías cuando nuevas tecnologías transforman por completo la organización del trabajo y la competencia. En este contexto, el mensaje del Nobel es especialmente pertinente para la Argentina: el impacto de la IA y de la automatización no dependerá tanto de su velocidad de adopción como de la capacidad institucional del país para absorber y multiplicar sus beneficios. Si la innovación encuentra un ecosistema inestable, sin reglas claras ni incentivos a la inversión en conocimiento, los efectos serán ambiguos. Pero con instituciones que fomenten la experimentación, el aprendizaje y la competencia, la IA puede convertirse en una palanca para cerrar brechas tecnológicas y reconfigurar sectores enteros de la economía argentina.
El Nobel 2025 recuerda que los países que logran crecer de forma duradera no solo controlan sus variables macro, sino que cultivan una cultura económica abierta al cambio. En la Argentina, ese es el salto pendiente: pasar de estabilizar lo existente a construir un modelo que haga de la innovación una fuente permanente de crecimiento y bienestar.
Fuente/Copyright: Lucas Pussetto