La metáfora de la “manta corta” se ha convertido en el evangelio resignado del management y la política en Argentina. Describe, con una precisión casi poética, la sensación perpetua de insuficiencia que define los ciclos económicos del país. Se invoca en directorios, ministerios y cafés para explicar por qué no se puede cubrir la cabeza y los pies al mismo tiempo. Sin embargo, esta imagen, lejos de ser un diagnóstico agudo, se ha transformado en una peligrosa coartada intelectual. Es el relato cultural que justifica la parálisis, que convierte la escasez en un destino inmutable y que absuelve al liderazgo de su responsabilidad fundamental: la de elegir.
El problema no es la metáfora en sí, sino su uso como tranquilizante. Anestesia la urgencia y normaliza la mediocridad reactiva. Pero, ¿y si la escasez no fuera la enfermedad, sino la condición indispensable para la cura? ¿Y si la “manta corta” no fuera un obstáculo para la estrategia, sino su punto de partida obligatorio?
La gran confusión argentina
Aquí es donde un general prusiano del siglo XIX, Carl von Clausewitz, irrumpe con una relevancia brutal en el presente argentino. Su obra magna, De la Guerra, es mucho más que un tratado militar; es la filosofía más profunda jamás escrita sobre la toma de decisiones bajo presión extrema, incertidumbre y recursos limitados. Para un CEO en Buenos Aires o un ministro en la Casa Rosada, sus lecciones son más urgentes que una biblioteca entera de literatura de gestión contemporánea. Clausewitz nos ofrece la respuesta fundamental a la pregunta que la “manta corta” elude. La estrategia, escribe, “es la respuesta necesaria a la ineludible realidad de los recursos limitados”. Sin escasez, no hay necesidad de estrategia. La abundancia no requiere elecciones; la escasez, en cambio, las exige.
El fracaso cíclico de Argentina, por lo tanto, no reside en la existencia de recursos finitos, sino en una confusión conceptual catastrófica: la incapacidad de distinguir entre actividad y estrategia, entre planificación y propósito. La definición de Clausewitz es un antídoto directo contra esta parálisis: el talento del estratega consiste en “identificar el punto decisivo y concentrar todo en él, retirando fuerzas de los frentes secundarios e ignorando los objetivos menores”. Esta es la esencia de la estrategia: un acto de concentración brutal que nace de una elección dolorosa.
El ritual vacío de la “planificación”
En la mayoría de las organizaciones argentinas, lo que se llama “estrategia” es, en realidad, su opuesto: un ritual de planificación a largo plazo que Clausewitz habría despreciado. Se trata de un ejercicio estéril de pronóstico numérico, una extrapolación del pasado que crea una peligrosa ilusión de control mientras impide el pensamiento estratégico genuino. Estos planes, a menudo elaborados en un vacío competitivo, no son marcos para la elección, sino meras listas de deseos. Son, en efecto, anti-estratégicos porque al intentar abarcarlo todo, no concentran nada.
Este rechazo a tomar decisiones difíciles —a “retirar fuerzas de los frentes secundarios”— no es solo una falla intelectual; es una abdicación moral. Genera una ambigüedad que corroe la organización desde adentro. Cuando todo es prioritario, nada lo es. El esfuerzo se dispersa, los recursos se diluyen y el talento se agota persiguiendo objetivos contradictorios. Este caos es el caldo de cultivo de la desconfianza y el cinismo. No es casualidad que encuestas sobre la ética empresarial en Argentina, como las relevadas por la UCA, revelen un profundo escepticismo: una abrumadora mayoría de los ejecutivos desconfía de los canales oficiales para plantear dilemas por temor a represalias y falta de confidencialidad, citando la ‘incoherencia de la organización’ como el principal enemigo de la conducta ética. Esta erosión de las “fuerzas morales” —el término de Clausewitz para la moral, la confianza y la voluntad de lucha— es la consecuencia directa de un liderazgo que no lidera, que se niega a elegir.
La esencia de la elección estratégica
La metáfora de la “manta corta” nos recuerda que toda decisión estratégica genuina implica un sacrificio deliberado. No se trata de buscar una manta más grande para evitar el frío, sino de aceptar qué parte del cuerpo quedará, a propósito, descubierta. En liderazgo, a veces el acto más responsable es elegir qué no proteger, para concentrar todos los recursos donde más se necesitan.
El filósofo y empresario Carlos Llano ilustraba esta idea con una provocadora analogía personal: «El casarte con María Luisa implica que vas a renunciar a los miles de millones de mujeres del mundo. ¿María Luisa vale tanto?». La anécdota puede sonar coloquial, pero encierra una verdad ineludible: cada elección conlleva una renuncia. Un líder estratégico entiende que no se puede tener todo; intentar abarcarlo todo es el camino más seguro hacia no lograr nada.
Este principio de concentración ha sido reconocido por grandes estrategas a lo largo de la historia. Basil Liddell Hart, por ejemplo, afirmó que «todas las lecciones de la guerra se pueden reducir a una sola palabra: concentración». En el ámbito empresarial contemporáneo, Michael Porter coincide al advertir que tan importante como elegir qué hacer es elegir qué no hacer. Dicho de otro modo, la esencia de la estrategia radica en la exclusión deliberada: enfocar las fuerzas en lo crucial y descartar lo secundario.
Sólo aceptando “dejar algo al frío” puede un líder concentrar verdaderamente el calor en su objetivo central. Reconocer la realidad de la manta corta y actuar en consecuencia no es un fracaso, sino un acto de coraje estratégico. Argentina ya no puede permitirse liderazgos que rehúyan la responsabilidad de elegir. El futuro pertenecerá a quienes tengan la lucidez de concentrar sus fuerzas en lo esencial y la valentía de renunciar al resto.
Fuente/Copyright: La Nación - Pablo Plá